Comentario
CAPÍTULO XVIII
De otros sucesos que acaecieron en la provincia de Ocali
En los seis días que el cacique Ocali estuvo retirado en los montes antes que saliese de paz tenía el gobernador cuidado de enviarle cada día tres y cuatro mensajeros con recaudo de amistad para que el indio viese que no se olvidaban de él, los cuales volvían con la respuesta que el curaca les daba. Con un mensajero de estos vinieron cuatro indios mozos, gentileshombres, con muchas plumas sobre la cabeza, que son la mayor gala que ellos traen. Los cuales no venían a otra cosa más de a ver el ejército de los españoles y a notar qué gente era la nuevamente venida, qué disposición en sus personas, qué manera de vestidos, qué armas, qué animales eran los caballos con los cuales tanto los habían asombrado. En suma, ellos venían a certificarse o a desengañarse de las bravezas que de los españoles habían oído contar.
El gobernador, habiéndolos recibido con afabilidad, porque supo que eran hombres nobles y curiosos que sólo venían a ver su ejército, habiéndoles dado algunas dádivas de las cosas de España por atraerlos a su amistad, y con ellos al cacique, mandó que los llevasen a otra parte de su alojamiento y les diesen de merendar.
Los indios estando comiendo en toda quietud, cuando más descuidados sintieron los castellanos, se levantaron todos cuatro juntos y a todo correr fueron huyendo al monte, tan ligeros que dejaron a los cristianos bien desconfiados de alcanzarlos a pie, pues no los siguieron ni a caballo, porque no los tenían a mano.
El lebrel, que acertó a hallarse cerca, oyendo la grita que daban a los indios y, viéndolos huir, los siguió. Y, como si tuviera entendimiento humano, pasó por el primero que alcanzó, y también por el segundo y el tercero, hasta llegar el cuarto, que iba adelante, y, echándole mano de un hombro, lo derribó y lo tuvo caído en el suelo. Entretanto llegó el cuarto, que iba delante, y, echándose mano de un homdelante, soltó el que tenía y asió al que se le iba, y, habiéndole derribado, aguijó tras el tercero, que ya había pasado delante, y, haciendo de él lo mismo que de los dos primeros, fue al cuarto, que se le iba, y, dando con él en tierra, volvió sobre los otros. Y anduvo entre ellos con tanta destreza y maña, soltando al que derribaba y prendiendo y derribando al que se levantaba, y amedrentándoles con grandes ladridos al tiempo del echarles mano, que los embarazó y detuvo hasta que llegó el socorro de los españoles, que prendieron los cuatro indios y los volvieron al real. Y, apartados, cada uno de por sí, les preguntaron la causa de haberse huido tan sin ocasión, temiendo no fuesen contraseña de algún trato doble que tuviesen armado. Respondieron todos cuatro, concordando en uno, que no lo habían hecho por otra cosa sino por vana imaginación que les había dado de parecerles que sería gran hazaña y prueba de mucha gallardía y ligereza si de aquella suerte se fuesen de en medio de los castellanos, del cual hecho hazañoso pensaban gloriarse, después entre los indios, por haber sido, al parecer de ellos, victoria grande, la cual les había quitado de las manos el lebrel Bruto, que así llamaban al perro.
En este lugar Juan Coles, habiendo contado algunos pasos de los que hemos dicho, cuenta otra hazaña particular del lebrel Bruto y dice que, en otro río, antes de Ocali, estando indios y españoles a la ribera de él hablando en buena paz, un indio temerario, como lo son muchos de ellos, dio con el arco a un castellano un gran palo, sin propósito alguno, y se arrojó al agua y en pos de él todos los suyos, y que el lebrel, que estaba cerca viendo el hecho, se arrojó tras ellos, y, aunque alcanzó otros indios, dice que no asió de alguno de ellos hasta que llegó al que había dado el palo, y, echándole mano, le hizo pedazos en el agua.
De estas ofensas y de otras que Bruto les había hecho guardando el ejército de noche, que no entraba indio enemigo que luego no lo degollase, se vengaron los indios con matarle como se ha dicho, que por tenerle conocido por estas nuevas le tiraban de tan buena gana, mostrando en el tirarle la destreza que tenían en sus arcos y flechas.
Cosas de gran admiración han hecho los lebreles en las conquistas del nuevo mundo como fue Becerrillo en la isla de San Juan de Puerto Rico, que de las ganancias que los españoles hacían daban al perro, o por él a su dueño, que era un arcabucero, parte y media de arcabucero, y a un hijo de este lebrel, llamado Leoncillo, le cupo de una partija quinientos pesos en oro de las ganancias que el famoso Vasco Núñez de Balboa hizo después de haber descubierto la mar del Sur.